Divisiones en México
Opinión pública: sentimiento previo a la guerra en México
Por Jesús Velasco Márquez
Para evaluar la opinión pública mexicana durante la primera mitad del siglo XIX es necesario tener en cuenta las condiciones sociales de México. Buena parte de la población rural y urbana era analfabeta y tenía una educación deficiente; por lo tanto, casi nunca tenían información para basar su opinión. Lo que se consideraba opinión pública se concentraba en las clases media y alta. Por otro lado, había diferencias regionales; algunas de las provincias mexicanas sostenían posiciones diferentes a las asumidas en la Ciudad de México, aunque esas discrepancias estaban más relacionadas con rivalidades y conflictos de intereses internos que con diferentes concepciones del plano internacional. Las principales fuentes a partir de las que se puede estudiar la opinión pública mexicana de esa época son los periódicos —en especial las páginas editoriales y las cartas dirigidas a los editores— los panfletos, los manifiestos políticos y los discursos públicos. A partir de estos documentos es posible sacar algunas conclusiones generales.
Después de que México alcanzara la independencia en 1821, sus dirigentes políticos y formadores de opinión pública veían a Estados Unidos de un modo ambivalente. Estas visiones diferían según la orientación ideológica. Los liberales admiraban a Estados Unidos por su progreso y vitalidad y veían en ese país un ejemplo de sociedad moderna basada en una clase media propietaria en la que no había privilegios especiales para los intereses corporativos. También lo consideraban el mejor ejemplo de los beneficios de un tipo de gobierno republicano y federalista. Los conservadores de México enfatizaban la continuidad histórica e institucional que Estados Unidos había mantenido desde la época colonial. Por otro lado, los mexicanos notaban algunos aspectos negativos de la sociedad estadounidense, en particular, la contradicción entre los ideales de equidad y libertad expresados en la Declaración de la Independencia y en la Declaración de Derechos y la existencia de la esclavitud en los estados del sur. Pero sobre todo, los mexicanos temían a las tendencias expansionistas de Estados Unidos y las consideraban una potencial amenaza para la seguridad y la integridad territorial de México. Este temor aumentó de 1823 a 1836 como resultado de la participación del enviado estadounidense Joel R. Poinsett en los debates políticos internos de México y el modo grosero en que su sucesor, Anthony Butler, presentó las propuestas del presidente Andrew Jackson en un intento de adquirir Texas y la parte norte de California.
Cuando Texas se separó de México en 1836, esos temores se intensificaron; los mexicanos creían que la separación era el resultado de un apoyo directo de voluntarios estadounidenses y la ayuda encubierta de parte del gobierno de Estados Unidos. Los dirigentes políticos y los formadores de opinión pública mexicanos sabían por el memorando de Juan de Onís correspondiente a las negociaciones del Tratado de 1819 que el presidente James Monroe y el secretario de estado John Quincy Adams habían argumentado que Texas era parte del territorio de Louisiana. Esos temores se confirmaron nueve años más tarde cuando Texas fue anexada por Estados Unidos. Para México, la anexión de Texas por parte de Estados Unidos era inaceptable por razones legales y de seguridad. Por eso, el gobierno mexicano, cuando supo del tratado de anexión entre Texas y Estados Unidos, en abril de 1844, volvió a plantear su posición considerándolo un acto hostil de parte del gobierno estadounidense y una declaración de guerra implícita. Más tarde, cuando el Congreso estadounidense aprobó la resolución conjunta, México suspendió sus relaciones diplomáticas con Estados Unidos. Desde el punto de vista mexicano, la anexión de Texas —ya sea por medio de un tratado o una resolución conjunta— fue una violación del Tratado de Límites firmado en 1828, por el cual Estados Unidos reconocía que Texas era parte del territorio mexicano. Por lo tanto, ambas acciones constituían una violación inaceptable de principios de derecho internacional, así como un claro riesgo para la seguridad territorial de México, porque del mismo modo otros territorios mexicanos se podrían incorporar a Estados Unidos. Bajo esas circunstancias, el gobierno del presidente José Joaquín de Herrera trató de seguir un doble camino diplomático. Por un lado, denunció que la resolución conjunta era ilegal; por el otro, trató de negociar un acercamiento con el gobierno de la República de Texas. Los objetivos de México consistían en impedir la anexión de Texas y evitar la guerra con Estados Unidos.
Mientras se llevaban a cabo las negociaciones, la prensa mexicana estaba dividida: algunos periódicos se oponían a la negociación mientras que otros apoyaban al gobierno. Aquéllos que se oponían a la negociación propugnaban una inmediata campaña militar contra la República de Texas antes de que la anexión tuviera lugar. Más tarde, cuando Texas aceptó la oferta de Estados Unidos, hubo consenso en México en cuanto a que era necesario recurrir al accionar militar para evitarlo. En ambos casos, sin embargo, es importante resaltar que la acción estaba pensada principalmente como una acción militar contra Texas y poco tenía que ver con una declaración de guerra contra Estados Unidos. La opinión general era que México no tenía otra alternativa más que recurrir a la fuerza militar para evitar que Texas se convirtiera en parte de Estados Unidos. Dicha acción, pensaban, dejaría en claro que el país no aceptaría la expansión estadounidense hacia otras posesiones territoriales de México. Cuando era evidente que Texas probablemente aceptaría la oferta estadounidense, el Congreso mexicano aprobó una resolución el 4 de junio de 1845 que autorizaba al presidente "el derecho legítimo a utilizar todos los recursos para resistir dicha anexión hasta las últimas consecuencias".
En octubre de 1845, la sensación general era que el reconocimiento de la anexión de Texas a Estados Unidos no era deseable. No obstante, en esta situación crítica, la administración del presidente Herrera, independientemente de las restricciones legales y políticas, se mantuvo abierta a una solución negociada, lo que significaba la aceptación de la anexión de Texas. Por lo tanto, al gobierno estadounidense se le informó que México aceptaría recibir a un "comisionado" con plenas facultades para negociar el problema de Texas. La opinión pública mexicana en general rechazó esta aproximación y continuó exigiendo una acción inmediata en contra de Texas. Cuando la misión del diplomático estadounidense John Slidell fue rechazada por los gobiernos mexicanos de José Joaquín de Herrera y Mariano Paredes y Arrillaga, y se conocieron los términos de las instrucciones de Slidell, la mayoría de los mexicanos creían que el principal objetivo de la misión había sido "tender una trampa burda con un ultrajante propósito maquiavélico" ("La cuestión del día", El Tiempo, México, 5 de abril de 1846, pág. 1).
En abril de 1846, cuando las fuerzas estadounidenses al mando del general Zachary Taylor avanzaban hacia el río Bravo, el público mexicano, seguro de que Estados Unidos estaba pronto a iniciar una guerra para despojar a México de sus provincias del norte, demandó una acción militar inmediata para evitarlo. El énfasis estaba en detener el avance estadounidense en el territorio comprendido entre el río Nueces y el río Bravo. La opinión pública mexicana siempre hizo hincapié en la necesidad de defender la integridad territorial, primero en el caso de la anexión de Texas y más tarde en la invasión estadounidense al territorio mexicano. En realidad México nunca le declaró la guerra a Estados Unidos. Cuando se supo en México que el presidente estadounidense James K. Polk había solicitado y recibido una declaración de guerra del Congreso, la opinión de los mexicanos era que la verdadera intención del gobierno estadounidense no era defender una cuestionable reivindicación territorial ni compensar supuestos agravios, como había manifestado, sino tomar posesión del territorio que legítimamente pertenecía a México. Como lo manifestó el periódico El Tiempo: "La conducta del gobierno estadounidense es similar a la del bandido con el viajero", y al enfrentarse con ese peligro la postura de México no podía ser otra que la de defenderse.